El corazón me iba a mil y mi mente no podía parar de imaginar motivos, distintos al que yo deseaba, para que Sara h...
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El corazón me iba a mil y mi mente no podía parar de imaginar motivos, distintos al que yo deseaba, para que Sara hubiera mentido diciendo que había dejado el coche en mi casa. Pero nada, no se me ocurría ninguna justificación.
Entonces lo tuve claro, mis mensajes subliminares habían funcionado. Tan pronto se alejaron con el coche, Sara se acercó a mi cuerpo, dejando sus labios a escasos centímetros de los míos y muy bajito me dijo que quería descubrir si estaba tan húmeda como ella. Cogí su mano, la metí dentro de mis pantalones y le susurré “Tú dirás…”. En respuesta ella cogió la mía y me guio bajo su falda, dejando que mis dedos pudieran confirmar lo que imaginaba y deseaba, un sexo hinchado y fluyente de cálida esencia.
Sin sacar la mano de entre sus piernas, ni cesar en el movimiento de mis dedos que le hacían gemir fuerte, abrí la puerta del portal y la llevé hasta el ascensor. La besé con furia, con esa necesidad de apagar un fuego que se ha encendido lentamente y que ahora arde incontrolable. Me mojé más aún al notar sus labios devolviéndome el beso, mis manos buscándola bajo su falda, ella abriendo las piernas recibiéndome, sus manos estrujando las tetas, yo moviéndome más rápido en su interior, ella mordiéndome el cuello y apresándome los dedos entre deliciosas contracciones involuntarias…
Entramos en casa desnudando nuestros torsos, y cuando llegamos al salón me empujó hacia la mesa del comedor, dejándome con el pecho desnudo contra el frío cristal y mi cuerpo a su disposición. Me bajó el pantalón y las bragas muy despacio, como desenvolviendo un regalo muy deseado, con la paciencia de quien sabe que es todo suyo y nadie le quitará su nuevo juguete. Me separó las nalgas con ambas manos y enterró su lengua en mi profundidad más cerrada. Busqué su cabeza con mi mano y la empujé hacia mí un poco más, mensaje al que ella respondió introduciendo varios dedos en mi vagina y frotando frenéticamente el clítoris, provocándome un espasmódico orgasmo húmedo que se vertió entre sus dedos y mis muslos.
En esa mesa nunca se había comido tan bien como hasta ahora.
Reposaba exhausta sobre la mesa. Las piernas abiertas y la entrepierna y los muslos perlados del néctar del placer; los pechos adheridos al cristal, ya adormecidos y acostumbrados a su baja temperatura; las manos aferradas al borde de la mesa y la cabeza girada hacia un lado, observando cómo Sara se relamía satisfecha, sabedora del placer que me había proporcionado.
“Dios mío, no me esperaba acabar así cuando iba de camino a la cena…”, logré decir aún con la respiración acelerada. Y ella, marcándome el culo con un sonoro azote añadió: “¿Acabar? Todavía queda noche para la recena…”. Notó cómo su fuerte azote, lejos de molestarme u ofenderme, me hizo gemir en voz baja y arquear la espalda.
Azotó mi culo de nuevo, esta vez varias veces seguidas, provocando reacciones similares. Los azotes más fuertes, los gemidos más altos, mi arqueo más notable, la excitación inconmensurable. “Juega conmigo”, dije. Y como si mi súplica fuera una orden, sin pensarlo sus dedos se internaron en mi anatomía y su mandíbula se asió firme a mi culo.
El resto de la noche podría resumirse en una orgiástica mezcla de deseo, gemidos profundos, anatomías inspeccionadas al milímetro y deliciosos fluidos manados del placer más intenso.
Cuando desperté, Sara ya no estaba. Me consolé pensando que en menos de una hora la vería en el trabajo. Al entrar en el despacho la vi, preciosa y natural, sentada en el borde de su mesa hablando con un compañero. Cuando pasé junto a ella para acceder a mi mesa, sus dedos se estiraron discretamente para acariciar los míos de pasada. La miré, me miró, y todas las sensaciones de la noche anterior me recorrieron el cuerpo como una oleada. Contaba los segundos esperando una nueva oportunidad.
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El post-it que encontré en mi mesa me decía que sería muy pronto…
Ayer fue la cena de empresa. Había sido una semana agotadora y lo menos que me apetecía era ver a esxs compañerxs q...
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Ayer fue la cena de empresa. Había sido una semana agotadora y lo menos que me apetecía era ver a esxs compañerxs que habían intervenido en el último proyecto. Si no llega a ser por Sara no lo logramos.
Ambas habíamos estado haciendo horas extra toda la semana. A pesar de toda la carga laboral, los pequeños momentos de descanso los habíamos pasado hablando, riendo y conociéndonos más; aunque llevábamos años en la empresa nunca habíamos coincidido más allá de algún trayecto en ascensor.
Durante este proyecto me había acercado a casa alguna vez, cuando salíamos de la oficina bien entrada la madrugada, y los últimos días había una energía diferente entre nosotras. Algún roce de manos al pasarnos documentos que se alargaban más de lo preciso, sonrisas nerviosas durante las comidas, su dedo pulgar pasando por la comisura de mi boca para limpiarme el día que comimos aquellas enormes hamburguesas… Estaba empezando a sentir algo más que compañerismo por ella, me hervía la sangre solo con pensarla.
El día de la cena esperé a que llegara a la parada de bus cercana, entramos juntas y me senté frente a ella. Pasamos la cena hablando entre nosotras, como si el resto de la mesa no fueran más que sombras sin voz. Sara era metódica comiendo y degustaba cada bocado como si fuera lo más delicioso que hubiera probado jamás. Ocasionalmente se humedecía los labios con la lengua, eliminando algún resto de salsa, y yo imaginaba que era mi lengua. Me sonreía ajena a mis pensamientos, ¿o tal vez no tanto? Creo que se me notaba en la cara que la estaba desnudando con la mirada. Habría barrido la mesa lanzándome a sus labios en el preciso momento que sacó la lengua en una mueca cómica.
La salsa de los langostinos a la plancha se le escurría por los dedos, y me quedé absorta imaginando otro fluido en ellos. En especial cuando al terminar los lamió uno a uno lentamente antes de limpiarse con la servilleta. Sin ella saberlo me estaba poniendo a mil, ¿o tal vez lo sabía y jugaba con ello? Brindamos toda la mesa, y al chocar mi copa con la suya, mirándonos a los ojos, me mordí el labio y Sara sonrió pícaramente.
La tarta del postre sacó ese lado exhibicionista que tengo, y sin importar quién pudiera verme saboreé el dulce poco a poco, pasando la lengua varias veces por la cuchara antes de meterla en la boca y sacarla limpia. “Ojalá fueran los pezones de Sara y no esta aburrida tarta”, pensé. Su cara cambiaba la expresión, se removía nerviosa en el asiento y daba vueltas a su café sin parar, pero sin dejar de observarme. Cualquiera diría que entendía mis intenciones.
Al terminar, uno de los responsables de equipo se ofreció a llevarnos a casa a Sara, a otro compañero y a mí. Llegamos a mi casa, y Sara bajó del coche conmigo diciendo: “No te vayas sin mí, ¿o no recuerdas que dejé el coche aquí?”, acompañando su frase con un guiño. “Sí, cierto. ¡Qué cabeza la mía!”, respondí yo.
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Continuará…
La primera cita había sido prácticamente un desastre. Llegó tarde, se le cayó la cerveza en mi regazo y me arreó un...
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La primera cita había sido prácticamente un desastre. Llegó tarde, se le cayó la cerveza en mi regazo y me arreó un cabezazo por accidente que todavía me pregunto si quería besarme o noquearme. Volví a casa convencida de que no habría una segunda, nunca fui aficionada a los deportes de riesgo.
Me estaba metiendo en la cama cuando me escribió. Se disculpaba por el retraso, por la torpeza y el cabezazo, y me intentó explicar, ahora más tranquilo en la distancia, el día que había tenido. Lo raro es que la cita no fuera peor...
Le llamé. Quizá podíamos intentar recuperar ese tiempo perdido entre lo sientos y accidentes. Resultó ser de esas personas que, cuenten lo que cuenten, lo hacen de tal manera que no te cansas de escuchar. Me hacía reír, y el nivel de confianza entre ambxs se estaba volviendo cómodamente natural. La conversación fluía entre anécdotas y banalidades, pero con bromas el tono se iba calentando.
No tardaron en desaparecer las bromas y, con ellas, mis bragas. Hablábamos de fantasías eróticas, y mi cuerpo respondía al estímulo instintivamente. Él hablaba y yo acariciaba mis pezones por encima de la camiseta. Ahora me arrepentía de no haberle invitado a subir, pero ¿quién imaginaría esto con la cita que habíamos tenido?
Juntaba los muslos y los apretaba, moviendo suavemente las caderas. Su tono era calmado, espaciando las palabras, como paladeándolas antes de susurrármelas al oído, y yo empezaba a derretirme de las ganas. Estaba muy excitada, pero no acababa de atreverme a decírselo, apenas habíamos pasado un par de horas juntos, ¡y ya llevábamos más tiempo hablando por teléfono!
Me rendí. Si se asustaba todo quedaría en una anécdota, pero si reaccionaba bien, podía ser muy interesante. Sutilmente le dije que la noche estaba acabando mejor de lo que parecía y que ahora la cama se me tornaba demasiado grande y fría. Se quedó en silencio. Me la jugué del todo: “para lo caliente que tengo el cuerpo”, apostillé. Volvió a hacerse el silencio, y ya temía que este fuera perenne al cortarse la llamada desde el otro lado.
Tardó unos segundos en reaccionar y preguntarme si había empezado sin él. Me reí. Tuve que ser sincera y relatarle lo húmeda que estaba a estas alturas y lo mucho que me apetecía que me desarrollara más esa última fantasía. No se hizo de rogar, raudo, empezó a detallar cada paso, cada caricia, cada embestida…
Mis manos recorrían mi anatomía siguiendo a sus palabras, y mi cuerpo se imaginaba al suyo; caliente, tenso, fuerte, sujetándome con firmeza mientras mis caderas se movían al ritmo de las suyas, alcanzando todos esos puntos que te dejan sin aliento, con una mueca muda, las manos aferradas a las sábanas y los muslos mojados.
Ambxs jadeantes nos quedamos en silencio, solo escuchando nuestras agitadas respiraciones al teléfono. Mis labios sonreían entre incredulidad y placer residual. “Creo que ya hemos roto la mala suerte”, me dijo entre risas.
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Parece ser que al final sí habrá una segunda cita…